Hemos
comenzado el curso. El duendecillo de lo nuevo cosquillea nuestra curiosidad y
nos pone un poco nerviosos. ¿Qué pensarán los nuevos alumnos sobre nosotros? ¿Qué
impresión daré a mis alumnos? ... Casi con toda seguridad, la mayoría, concluimos
con alguna reflexión de este cariz y una respuesta más o menos de esta manera:
“debo entregarles lo mejor de mí”. A la mayoría de los alumnos también les
sucede algo parecido: “Este profesor debe conocer lo mejor de mí y voy a
comenzar trabajando a tope”.
Transcurren
los primeros días y casi todo se cumple. De mi historial educacional recuerdo
las palabras que repetía un profesor a algunos de sus alumnos y colegas míos.
“Empezáis como caballos cordobeses y termináis como burras manchegas”. Parece
como si el tiempo se empeñara, con cabezonería, en borrar las primeras buenas
intenciones. Y digo esto porque al final de curso, tanto profesores como
alumnos, casi siempre olvidamos la declaración de principios que hicimos al
comienzo.
Quizás
sería bueno recordar “comienzos y finales” de curso para saber racionalizar
“impulsividades”. Imbuirnos de la reflexión, adentrarnos en la lectura
escudriñadora de renovación, cargar nuestro espíritu de serenidad, abandonarnos
en la sonrisa que engendra confianza. Tal vez así llegaríamos a no saber distinguir
“comienzos y finales”.
La
tarea educativa cotidiana expresa el proceso que se desprende de nuestros valores
básicos. En ese camino se desgranan las conductas concretas que explicitan la
entrega de lo mejor y peor de nosotros mismos. Aunque queramos no podemos
entregar fragmentos de la personalidad. El ser no se divide en pedazos. Y por
tanto es imposible escoger las partes más interesantes de la personalidad del
educador y ocultar aquellas otras que no lo son tanto. El educador se
manifiesta y transmite de forma holística y se da a conocer en su totalidad.
Entregarles lo mejor... es decir, entregarnos tal cual somos.
De “Recetas de
aula”
Rafael Roldán
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