De tarde en
tarde. Cuando la luz baja a las sombras. La tierra recoge los irisados rayos
del sol. Se los guarda. Guarda tanta brillantez en sus entrañas que devuelve en
vómito lo que nunca quiso. ¡Basta de
esperar a que amanezca! Siempre amanece cuando llega la visita del alba. Pero
nadie la espera, nadie la quiere realmente. Solo exprime las primeras luces
para fundirlas en el agujero negro de los ideales ajenos.
Se han quedado sentadas las rosas
en los balcones del paraíso. Las malvas abrazadas a verdes. Las amapolas
distraídas en su juego enamoradizo. Perdida en los caminos se reúne la ontina,
amarilla. Más amarilla que el oro en su verde sofá. El viento la mece despacio,
muy lentamente, engañando a la tarde.
Lágrimas escondidas en la duda.
Siempre presente. Nunca deseada. Consciente de la inminente noche que se acerca
por el camino desconocido. Y, en cada segundo, se retrasa un poco las manecillas
del reloj. La saeta se echa a correr, de nuevo. Coge mucha más velocidad que
antes, marcando el paso militar, un, dos, un, dos.
Las nubes se han asomado al
abismo. Pero ellas no tienen vértigo. Están presentes en los cielos de cada
mundo. Grises, a veces, azules. Algodones caprichosos de la fantasía blanca.
Dulces amargos, en las esperas del parto de su panza. Allá van. Vienen en
lontananza. Están aquí, ya. Presagio de tormentas. Anuncios de esa tierra
húmeda, ansiosa de la gorda gota que rompe el terrón de gea, petricor. La
ciudad se enfada, expele sus flatulencias, en secreto. Nunca llueve a gusto de
todos. Hablar por hablar.
De tarde en tarde, la consciencia
de la vida, llama. Una bofetada al sopor de la rutina. Un corte de sable a la
línea de vida. Debajo está el abismo. Y te llama a gritos. Solo quieres
despertar, despertar inmediatamente, antes de que sea demasiado tarde. O sea la
tarde quien te atrape en su nube etérea. Tienes miedo de que te engulla en su
enorme barriga, esa que flota en los cielos. Cielos verdes, rojos, violetas,
como los deseos del alma.