¡Qué tiempos aquellos! Si. Eran tiempos en los que los hombres presumían de su palabra. En la actualidad esa concepción ha pasado a ser una simple añoranza del pasado. Todo el mundo sabe que nuestros mayores, especialmente en los pueblos, siempre que llegaban a un acuerdo se estrechaban la mano y bastaba para adquirir el compromiso formal de que lo que se había acordado entre dos personas se cumplía por ambas partes. Aunque existían los formalismos escritos en contratos más o menos farragosos, se priorizaba el valor de la palabra. Las legalidades se las pasaban por el arco de triunfo. Lo importante era la palabra, palabra de hombre.
La palabra era la garantía de que se iba a cumplir lo pactado. Por encima de
todo, no se podía caer en la desvergüenza de engañar. Hacer lo correcto, sin
malinterpretaciones, sin dobleces y malas artes. Simplemente ser fiel a la
palabra dada. Y para ello no era necesario recibir clases de política,
economía, comercio, administración o leyes. La familia te enseñaba a ser buena
persona. Sobre todo te educaba para no
mentir. Porque la mentira es la carcoma que fagocita la confianza y cuando no
se puede confiar en una persona, ésta ha perdido toda su dignidad y respeto.
Sin embargo, siempre se han aceptado los errores, son congénitos al ser humano.
Pero con la condición de que se reconozcan. Como dijo el rey emérito, Juan
Carlos: “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir.” La línea
recta es la distancia más corta entre dos puntos. La verdad suele ser corta,
sencilla y directa. La mentira recorre sinuosos, largos y enrevesados
caminos para justificar lo injustificable, para demorar la justicia, para
ocultar lo evidente. La mentira invita a urdir más mentira, al fin y al cabo,
no es sino la consolidación de la tozudez de quien pierde lo mejor de su
dignidad.
Las
mujeres y hombres de palabra se ganan el respeto y todo el mundo se fía de ellos
a pies juntillas. Las personas que se equivocan recuperan el respeto cuando reconocen
su error. Y las que mienten a conciencia jamás encuentran amigos, porque creen
que imponiendo el respeto se gana el honor. En esta sociedad actual, donde
predomina la carencia de valores, abunda el engaño y la corrupción. Se olvidan los principios de la convivencia y
se antepone el individualismo egoísta al bien común. Dar la palabra y cumplirla
es una garantía de dignidad y respeto.