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Rafael Roldán López
¡A votar! Han pasado cuatro años y hay que decidir a qué candidatos les entregamos nuestro voto. Estamos ante el ejercicio más relevante en una democracia. Elegir a las personas que van a representar y gestionar los principales intereses de los ciudadanos en el parlamento de cada comunidad o ayuntamientos.
Los partidos políticos presentan a los mejores espadas de su formación, echándoles al ruedo de las televisiones, redes sociales y medios de comunicación para que enseñen “la patita por debajo de la puerta” y convenzan a sus posibles electores de que son ovejitas muy buenas. Simplemente piden que votes a la marca de su partido y ellos se encargarán de todo. No pienses más. Elige entre votar a fachitas o a rojillos. No pienses, no critiques, no tengas memoria, no compares, no mires tus cuentas, no pienses en tu familia, no te preocupes si estás enfermo y no hay médicos, no eduques a tus hijos, no hagas nada... el partido que has elegido lo va a hacer por ti. Se atreven incluso a darte una propina para ir al cine o comprarte un videojuego. Te compran tu voto, si es necesario, con tu dinero. ¡Son tan listos! Solamente quieren tu permiso para hacer lo que les parezca. Después ya no te necesitan para nada más hasta dentro de otros cuatro años.
Bien es verdad que hay políticos en todos los partidos que son buena gente y quieren lo mejor para la ciudadanía. Supongo que la mayoría. Pero no deja de ser muy triste que la mayor parte de sus dirigentes nos traten a los ciudadanos como si fuéramos idiotas e inmaduros. "Piensa el ladrón que todos son de su condición" dice el popular refrán. La realidad es tozuda y en la mayoría de las ocasiones las personas actúan y toman sus decisiones con madurez. Y es con esta cualidad del ser humano con la que hay que demostrar en las urnas lo que deseamos realmente. Es un deber inalienable y solo lo podemos hacer en el ejercicio de nuestra responsabilidad.
Como todos los partidos prometen propuestas que te parecen buenas y también otras que no te convencen, debes optar por el lote “menos malo” para tus intereses. No queda otro remedio.
Cada día tiene
su propio afán. A cada hora le sobran cincuenta y nueve minutos y a cada minuto
le basta un segundo para decidir si dejas de respirar. No es broma. El límite
entre la vida y la muerte es muy pequeño. Por tanto disponemos de un segundo
para enfocar nuestro objetivo final y todo un presente para llevarlo a cabo.
Es verdad que
la historia de nuestro pasado, más o menos largo, ha dejado una huella en
nosotros que suena a eternidad. Cada año que se añade a nuestra fecha de nacimiento
nos relaja y nos emboba. Abrimos la carta de nuestro futuro y nos dedicamos a
esbozar planes. Cada uno de ellos nos los tomamos muy en serio. Por momentos
nos creemos dioses y señores de todo. ¡Allá nosotros mismos!
Basta
tropezarnos con el conocimiento de que un conocido, un vecino, un familiar o
cualquier persona cercana hayan adquirido una enfermedad incurable o nos hayan
dejado para siempre y es en esos momentos cuando reflexionamos un poco más a fondo.
En el mejor de los casos, y como no nos ha tocado directamente a nosotros,
concluimos que la vida es así y a otra cosa mariposa. En el peor de los casos, cuando
uno es el protagonista de la desgracia, la cosa cambia radicalmente. Pensamos que
la vida no tiene que ser así. El mundo se detiene o debería hacerlo para
prestarnos la máxima atención.
A partir de la
consciencia de ese crucial segundo, todo cambia radicalmente. Nos enfrentamos al
objetivo fundamental de nuestra existencia. Nadie nos va definir nada. Somos
nosotros mismos los únicos capaces de encontrar la respuesta a una infinita
sucesión de preguntas. Muchas de ellas ya las conocíamos teóricamente y en su
momento decidimos posponerlas. Otras son totalmente nuevas y quizás jamás
encontremos una aproximación tranquilizadora.
Jamás se me ocurriría
insinuar qué se debe hacer. Solo sé que esta situación es inevitable y que cada
uno la afronta como mejor puede. Y he aprendido que la serenidad como actitud personal
favorece la paz y el encuentro con uno mismo.
Corremos
de un lugar para otro sin saber de dónde venimos y a dónde vamos. ¡Date prisa!
¡Corre! ¡Acelera! La velocidad pasa al primer puesto de la axiología. Se
convierte en un fin en sí misma. De esa manera dilapidamos los momentos
presentes, nos perdemos el disfrute de la belleza del lugar dónde nos
encontramos. Aceleramos y el ruido motorizado de la actividad ensordece la
melodía de vivir con intensidad. De esta manera perdemos la consciencia de todo
los que nos rodea. Solo percibimos el chirriar de las ruedas metálicas del tren
sobre la vía, los frenos del autobús que nos recoge en la parada, el motor del
ascensor, el traqueteo de la lavadora, el vapor de la olla exprés, las
notificaciones del whatsapp o el golpetazo de la puerta del vecino. Y nos
perdemos el canto del ruiseñor escondido en los setos, el silbido del viento
entre rendijas, los colores irisados que derrama el sol sobre la escarcha
matinal o la sonrisa del niño que sube al tobogán.
¡Qué maravilloso es encontrar un remanso de paz! ¿No has
buscado, en muchas ocasiones, un espacio de tu vida en el que sientas la
felicidad? ¿No has necesitado dejar la cotidianidad y soñar en un lugar, un
ambiente, un espacio donde tú realmente seas tú? ¿Nos has comprobado, en algún
momento de tu existencia, cómo lo esencial de tu vida se escurre como el agua
entre las manos?
Todo
se consume en un abrir y cerrar de ojos. Nos fijamos en los latidos del corazón
solamente cuando el cuerpo nos avisa de que algo no va bien. Contamos las
pulsaciones con el ansia de que estén en los márgenes de su funcionamiento
normal y, sin embargo, pasan desapercibidos cuando fluyen al compás del
diapasón que marca el ritmo de la existencia.
Tal
vez caminemos hacia ninguna parte donde nadie nos espera. La carencia de
metas produce generalmente mucha inseguridad. La nada, el vacío, el abismo
enfocado al futuro personal no es nada atractivo. El ansia de eternidad que
tenemos incrustada en lo más hondo de nosotros nos empuja a buscar
permanentemente algo que dé sentido a nuestro ser. Y cada uno tratamos de
encontrarlo a nuestra manera, sabiendo de antemano que nadie nos va a dar
ninguna respuesta fiable y segura.
Tenemos claro que el tiempo es el
regalo más importante en nuestra vida. No deseamos perderlo en cosas que, aparentemente son tonterías. No
obstante, preferimos no detenernos en el camino. Aunque todas las señales nos
indiquen la necesidad de stop, nos las saltamos con la ilusa pretensión de que
llegaremos antes. ¿A dónde?
¡Para
un momento!
Siéntate. En una silla, en la hierba de una cuneta, en cualquier peldaño
de una escalera. Deja de movilizar tus piernas para que tu cuerpo interprete
que te has detenido.
Calla. Tu boca y tu
mente. Guarda silencio ante ti. Deja abierto el sentido de la escucha. Sin
ninguna pretensión.
Déjate llevar. Hacia todo y hacia nada. Experimenta la sensación de viajar a
ninguna parte.
Tranquiliza tu ser. Es el estado más difícil, pero no importa. Reposa tus
acciones, tus pensamientos, tus sensaciones, tus sentimientos. Déjalos caer y
permite que se sienten contigo.
Abre los sentidos. Todos los sentidos. Aunque cierres los ojos deja abierta la
mirada y la escucha. Percibe la sutileza de tu piel y el rumor de la brisa.
Saborea ese instante.
Respira. Solamente respira. Una y otra vez.