Sonreír.
Siempre sonreír. Cuesta poco, desarrolla los músculos del cuerpo y engrandece
el espíritu. No me refiero a la sonrisa forzada que obliga la circunstancia, ni
a los gestos faciales que dejan entrever la ironía de la superioridad, ni a la
expresión interior de “me río por no llorar”, ni a los silencios cuyas muecas
asienten la predicción de un futuro fatídico. No.
Me
refiero al talante acogedor de las personas que saludan con la sonrisa en los
labios. Es una gozada encontrarte con este tipo de gente. Parece que te conoce
desde siempre y aún no ha cruzado dos palabras contigo. Al rostro cuyos visajes
comunican serenidad. A la afabilidad permanente que deja el espacio suficiente
para el encuentro y la comunicación entre personas. Al deseo de bien que emana
desde lo más profundo del ser. A la afirmación continua y esperanzada de un futuro
cada vez mejor.
La
sonrisa es la manifestación más discreta y significativa de la alegría interna.
A través de ella se descubren las intenciones, emergen los deseos, fascinan los
encuentros, asegura la confianza, invita a la empatía, desmonta las barricadas,
allana los abruptos... y, lo más importante, alimenta la salud.
Sonreír
es la actitud por excelencia del educador. Cuando falta esta actitud la soledad
se convierte en compañera, las palabras en soliloquios, el contenido pierde su
mensaje fundamental y el ombligo se convierte en preocupación prioritaria.
Cuando se desarrolla la sonrisa aumenta la libertad para el encuentro que no
discrimina personas, se desvanecen las dificultades, se disfruta del tiempo
utilizado en la búsqueda de la verdad común, se olvida el ego para admirar la
presencia de los otros. Puede ser peligrosa porque, cuando se desborda, se
convierte en risa.
De "Recetas de aula""
Rafael Roldán
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