Las 12
uvas de la suerte. Esa suerte que queremos disfrutar a todas las horas. Como si
todo dependiese de ella. Esperamos al fin del año para realizar la gran
ceremonia de pedir los mejores deseos para el año que viene. Frente a un
televisor o en la plaza de cualquier ciudad, delante de un reloj que dé las
campanadas. Exactamente doce. Como los doce acasos que quizás se produzcan en
el año entrante, uno por mes, uno por intención, uno por expectativa. No nos ha
tocado la lotería y ya nos conformamos con la salud. Pero somos pertinaces, si
no hemos sido agraciados con el dinero, pues decimos que la salud es lo
principal. A partir de ahora a por más. Ponemos nuestras esperanzas en comernos,
a golpe de badajo, una uva en cada campanada. Y con eso, casi tenemos
garantizada la estrella. Hay que seguir el ritual porque si no, ya tenemos la
excusa perfecta para pensar que la causa
es no haber creído en él. Se acompaña de un cava, o cualquier bebida alcohólica
y besos para todos y abrazos que jamás te atreverías a dar cualquier día del
año.
Las 12
uvas dan permiso para el desmadre generalizado. Para encasquetarse un gorrito y
unas gafas de payaso. Tirar confetis, beber, gritar, saltar y bailar hasta que
el cuerpo aguante. Terminar la noche en alguna churrería tomando chocolate con
churros antes de meterse en la cama. Despertar lo más tarde posible para volver
a reconocer que las fiestas se terminan. Que todo vuelve a la rutina diaria.
Que ya se han olvidado prácticamente todos los deseos. De la celebración del
año nuevo quizás quede algún recuerdo todavía, gracias a los pequeños trozos de
turrón que terminan encajados en algún aparador de un armario. Pero de las uvas,
ni rastro y de la suerte, ni se sabe, ni se la espera.