Los hombres
con entereza se caracterizan por su palabra. Pero parece que en la actualidad
esa concepción ha pasado a ser una simple añoranza del pasado. Todo el mundo
sabe que nuestros mayores, especialmente en los pueblos, siempre que llegaban a
un acuerdo se estrechaban la mano y bastaba para adquirir el compromiso formal.
No existían los formalismos escritos en contratos farragosos. Las legalidades
se las pasaban por el forro. Lo importante era la palabra, palabra de hombre.
La palabra
era la garantía de que se iba a cumplir lo pactado. Por encima de todo, no se
podía caer en la desvergüenza de engañar, hacer lo correcto, sin malinterpretaciones,
sin dobleces y malas artes. Simplemente ser fiel a la palabra dada. Y para ello
no era necesario recibir clases de política, economía, comercio, administración
o leyes. La familia te enseñaba a ser buena persona. Sobre todo te educaba para
no mentir. Porque la mentira era la carcoma que fagocitaba la confianza y
cuando no se puede confiar en una persona, ésta ha perdido la categoría de
humanidad.
Sin embargo,
siempre se han aceptado los errores, son congénitos al ser humano. Pero con la
condición de que se reconozcan. Como dijo nuestro anterior rey, Juan Carlos: “Lo
siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir.” La línea recta es la
distancia más corta entre dos puntos. La verdad suele ser corta, sencilla y
directa. La mentira recorre sinuosos, largos y enrevesados caminos para justificar lo injustificable,
para demorar la justicia, para ocultar lo evidente. La mentira invita a urdir
más mentira, al fin y al cabo, no es mas que la consolidación de la tozudez de quien pierde
lo mejor de su dignidad.
Los hombres
de palabra se ganan el respeto y todo el mundo se fía de ellos a pies
juntillas. Los hombres que se equivocan recuperan el respeto cuando reconocen
su error. Y los hombres que mienten a conciencia jamás encuentran amigos,
porque creen que imponiendo respeto se gana el honor. En esta sociedad actual,
donde predomina la carencia de valores, abunda el engaño y la corrupción, se
olvidan los principios de la convivencia y se antepone el individualismo al bien
común, añoro la sencillez de los hombres y mujeres de palabra.
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