La clase ha comenzado hace más de veinte minutos. Después de realizar la correspondiente explicación teórica sobre un tema, he dictado un ejercicio práctico y mis alumnos se han puesto manos a la obra para intentar solucionarlo. Mientras lo realizan me siento en el lugar vacío dejado por un alumno que hoy no está presente en la clase. Miro a un lado y a otro. Después fijo la mirada en la actividad del chaval que tengo a mi derecha. Simplemente observo cómo desarrolla su ejercicio, sin mediar palabra con él. Noto como mi alumno siente cierta intranquilidad ante mi presencia tan cercana y, con aire de disculpa casi personal, le digo con voz bajita:
-Sigue,
sigue, no quiero molestarte.
Él me echa una mirada con aparente
asombro y continúa haciendo el ejercicio. El resto de sus compañeros observan
por el rabillo del ojo mis movimientos y yo me hago el despistado como si no me
diera cuenta de ello. Esperan algo y no saben el qué. Normalmente los
profesores no se sientan en los pupitres de los alumnos y si se sientan algo
irán a hacer.
Ahora, continúo mirando hacia la pared
de enfrente donde se encuentra situada la tarima de la clase. Repaso lo que
acababa de escribir en la pizarra unos minutos antes. Por cierto, podría haber
sido un poquito más ordenado en la exposición y haber escrito el contenido con
la letra más legible y sobre todo un poco más grande.
Desde aquí apenas se distingue lo que
está escrito en la pizarra. Observo las cabezas y las espaldas de todos los
alumnos de clase. De vez en cuando alguien se vuelve mirando hacia atrás y se
produce un cruce de miradas con él, quien inmediatamente vuelve a girarse y
continuar con la actividad que estaba desarrollando.
Le doy vueltas al ejercicio que les he
mandado realizar. Pienso en cuanto tiempo me llevaría a mí, si yo tuviera la
misma edad que ellos. Pero reconozco que la pregunta es un tanto sosa y me
quedo sin hallar la respuesta. Calculo el tiempo que queda para la finalización
de la clase. Noto en mis huesos los primeros síntomas de incomodidad que
proporciona el horrible diseño ergonómico de la silla en la que estoy sentado y
reconozco que mis alumnos pasan demasiadas horas en asientos tan incómodos.
Acto seguido lo justifico con la afirmación de una falacia: son jóvenes y lo
soportan todo. Sin embargo no me quedo satisfecho con la reflexión. Reconozco
que se merecen explicaciones más cortas y menos rolleras. La próxima
explicación intentaré hacerlo lo más ameno posible, así se olvidarán de la
incomodidad en sus posaderas. Sigo enfrascado en mis reflexiones cuando un
alumno las interrumpe diciendo:
-Profesor,
¿qué hacemos si hemos terminado el ejercicio?
-Eh…,
bueno. Farfullo echando un ojo al resto de sus compañeros. ¿Por favor, queréis
decirme quiénes habéis terminado? Levantar la mano.
Solamente
dos alumnos levantan el brazo. Entonces les indico que tienen cinco minutos más
para intentar acabar. Sé que a algunos no les va a dar tiempo terminar, pero
tengo claro que es bueno temporalizar las tareas.
Compruebo personalmente que las cosas
se ven de diferente manera desde su lugar. He llegado a una conclusión evidente
y desde hoy me sentaré todos los días, aunque sólo sea durante un momento breve,
al lado de algún alumno. Para estar en su lugar y mirar a la pizarra en la misma
dirección que lo ven ellos. He descubierto que tiene una belleza especial
contemplar la clase con la visión del alumnado. Contemplar el ruedo desde
dentro de él y no desde la barrera. Sin
lugar a dudas, ver todos los días a los alumnos sentado en sus asientos me ha
ayudado a aprender mucho.
De “Recetas de aula”
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