La mañana se ha despertado gris. Pero
el sol le ha ganado la partida pintándola de vivos colores otoñales. El
robledal se posa sobre el monte derramando hermosas carrascas en sus laderas.
Verdes y ocres se combinan en múltiples colores. El olor a humedad inunda el
ambiente con una paz inconmensurable. Sobre las piedras una alfombra de musgo
calienta las sombras del bosque. Los tejos de piedras generan pequeños senderos
que desaparecen por doquier como un regalo sembrado al azar. Ramas secas
durmiendo en su lecho eterno tapando con delicadeza las finas hierbas que
ansían absorber cualquier rayo de sol que les empuje a la vida. Los insectos
revolotean entre la maleza agreste cantando en silencio las voces de los
duendes. El encanto se apodera de un ámbito reservado para los tímidos animales
escondidos en su mundo, vigilando a extraños, desbrozando entre las primeras
hojas caídas a su suerte, su alimento preferido.
Allí están las reinas del lugar. Unas
de colores vivos, rojos con pintas blancas, inspirando las casas que se pintan
en los cuentos de enanitos. Otras blancas, inmaculadas, atractivas hasta hacer
caer en el pecado, tentadoras como el mismo diablo que sonríe al débil para que
se abandone en sus brazos. Marrones, oscuras, enormes, atrompetadas,
pedorreras, obesas con estómagos de mullido verde amarillento. Paraguas agrietados,
espesos, sugerentes. Sombreros violetas altivos, solitarios orgullosos por ser
tan únicos. Pequeñas, unidas en dibujos de senderos. Tímidas, escondidas bajo las viejas hojas y
todas salpicando esa ladera mágica del
rey monte.
En un
recodo, sin nombre, tras el tronco de un roble anodino emerge la gran buscada,
la que disfrutaban los césares, no sin antes darlas a probar al esclavo para
evitar la mortalidad que producían sus competidoras, aparece el color amarillo
dorado sobre un tronco que soporta un ovoide delicioso, la reina de todas
ellas, la amanita caesarea o yema de huevo. ¡Qué placer!
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