Los
despertadores han vuelto a sonar estrepitosamente para alumnos y profesores.
Septiembre atrae hacia las puertas del colegio a chicos y chicas cargados de
ilusiones nuevas. Quien más y quien
menos piensa: “Este año no será como el pasado”; “desde el principio intentaré
que todo funcione”; “tal vez consiga esto y aquello...” La mochila cargada de
esperanzas y de libros recién estrenados. La sonrisa dispuesta para conocer a
los nuevos y disfrutar del reencuentro con los ya veteranos del centro.
A
los profesores también les sucede algo parecido en cada inicio de un curso
nuevo. “Esta carpeta para las nuevas programaciones”; “este curso terminaré tal
proyecto”; “ojalá pueda conseguir tal o cual cosa...” Y es que no hay nada
mejor que estar ilusionado de verdad. La ilusión es la antesala de la esperanza
y ésta es el motor de toda actividad humana.
El
derrotista jamás trabaja en otra cosa que no sea su propia desilusión. Allá
donde se encuentre la mala cara se justifica diciendo que hay que ser realistas
y la falta de ideas se expresa con descalificaciones.
La
persona ilusionada siempre trabaja creyendo de antemano que será posible hacer
realidad su deseo. Allá por donde pasa genera confianza, no pide explicaciones
innecesarias y proclama sus proyectos para contrastarlos y mejorarlos con ayuda
de los demás.
Septiembre
es mes de ilusión y ésta debería alargarse hasta la finalización del curso. Los
despertadores habría que sustituirlos por las ganas de comenzar cada día las
tareas propias de la apasionante labor educativa. Meter en las carteras lo
nuevo y vivo que suele pesar poquito y luego, a lo largo de todo el curso, vaciarlas
de cualquier connotación que suene a
obsoleto y necrófilo.
La
ilusión vale mucho más que el quejido de un “total para qué”. Anima ver que hay
muchísimos profesores, jóvenes y maduros, apasionados por ser buenos
educadores. Seguro.
De "Recetas de aula"
Rafael Roldán
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