lunes, 12 de enero de 2015

Dictadores

            La palabra tiene un poder impresionante. Las palabras son la comunicación de la mente y del corazón.  La fuerza de la palabra se hace cada vez más entera si va acompañada por los hechos. La palabra puede ser fuente de acercamiento o de separaciones.  De acercamientos, siempre y cuando se utilice para buscar la precisión del deseo del otro.  De alejamiento cuando la pronunciación de dicha palabra se distancie del conocimiento de los sentimientos y de las aspiraciones del receptor del mensaje.
            Hoy se ha frivolizado la utilización de la precisión del contenido de la palabra. Da igual decir una cosa que otra y eso no es cierto. No es lo mismo “comprarse un traje negro” que “verse negro para comprar un traje”. Pero se tiene la convicción, craso error, que luego se puede rectificar con argumentaciones que se ajusten a lo que convenga en ese momento para conseguir los intereses de quien ha errado en la expresión de la palabra.
            Pero también hay que decir que la palabra tiene el valor que le corresponde, ni más ni menos. Hay quienes piensan que la influencia es decisiva. Sin embargo, el oído se puede cerrar al antojo de cada cual. El que quiera oír que oiga. Los sentidos como el del oído se pueden abrir y cerrar cuando convenga: “a palabras necias oídos sordos”. Las personas tenemos la facilidad de aislarnos de los ruidos que no queremos escuchar y de abrirlos a los estímulos que nos interesan.
            La palabra es comprometida. Se usa para demostrar las intenciones, los deseos, las aspiraciones, los sentimientos. El problema aparece cuando se ha dicho alguna cosa que luego se ha comprobado su falsedad por vía de los hechos. A partir de ese momento, se genera la llamada desconfianza. Y con ella todo se vuelve incierto, variable, dudoso, susceptible de cambio. En resumen la falsedad se traduce en una constante de inestabilidad. Pero si la palabra es fiable, consecuente,  se genera una potencialidad tremendamente poderosa. La palabra se convierte en el armazón de la persona.
            El don de la palabra es la capacidad de usarla en la búsqueda del bien común. Cuando se utiliza preferentemente para la satisfacción de las necesidades o caprichos personales, la misma palabra es un boomeran que se vuelve en contra de quien la produce. La palabra es el medio por el que nos comunicamos con el otro, con quien entablamos una relación, un hilo que engancha los intereses  comunes. La palabra no tiene razón de ser en la soledad, en el aislamiento. La palabra es la base de la convivencia social. La palabra es la expresión por excelencia del ser.
            Negar la palabra, tratar de esconderla, de taparla para que no se nombren las cosas por su nombre es una primera tarea del dictador. Dictador es quien dicta, quien dice a los demás lo que deben escribir, pensar, decir, para que solamente se escuche lo que sale por su boca. Desde el punto de vista político es quien ejercita el mando en beneficio de la minoría que le apoya. El dictador no admite otra palabra que no sea la suya.  Cree en su propia verdad como la única posible e intenta por todos los medios negar cualquier otra verdad que sea diferente a la suya. El dictador no admite preguntas.  Y mucho menos se le puede  exigir respuestas. El dictador cree en la manipulación de las conciencias y de las consciencias. Acaba por creerse un pequeño dios administrador del bien y del mal. Juzga con la única ley que ha construido en su particular forma de de entender la justicia: Los que piensan como yo les digo, están en la verdad y los que no piensan como yo, son mis principales enemigos. Conmigo o contra mí.
            Los dictadores no se dan cuentan que se encuentran solos. No perciben la pérdida del cariño. Compran sonrisas fingidas e imitan los gestos de cordialidad mientras sus ojos dejan entrever el color rojizo de su ira interna. El mundo es su teatro y creen que interpretan todos los papeles a la perfección. Se sienten escritores y actores de su gran obra salvadora. Pero el destino y la historia  les acaban relegando al triste papel del olvido.


lunes, 5 de enero de 2015

¿A quién adorar?

Cada recorrido que realizamos hacia la búsqueda del bienestar se agota al instante siguiente de haber alcanzado la meta. Lo comprobamos en la satisfacción de los deseos. Por ejemplo, el coche familiar es un poco pequeño y queremos tener otro con más amplitud, con el maletero más grande, que consuma menos gasolina. Desde el instante en que se cumple nuestro sueño porque ya hemos vuelto del concesionario de automóviles con el flamante coche, el placer de tener la posibilidad de utilizar el mayor volumen interior, gastar menos en combustible e ir más con más comodidad en los viajes de familia, parece que se olvidan estas nuevas prestaciones y, como ya hemos conseguido el objetivo deseado, encontrar otro coche con mejores prestaciones, el interés cambia de focalización en busca de nuevos deseos. La insatisfacción se apodera de otro aspecto del bienestar. Nuestro interés por llegar a disfrutar de la felicidad plena va menguando paulatinamente, en cada reto conseguido y esto hace que nunca queda satisfecho nuestro ser. Cada época de nuestra vida tiene sus hitos de esperanzas y aspiraciones. De niño se quiere llegar a ser mayor, en la juventud encontrar el amor más grande de su vida, de adulto estabilizarse en un trabajo satisfactorio, vivir en la casa de sus sueños, etc. y, cuando se van cumpliendo estos deseos, resulta que se encuentra frente a sí mismo ansiando la esperanza de llegar a encontrarse plenamente con la felicidad absoluta todavía inalcanzada.

Mientras no se descubra ese espíritu superior que cargue de sentido último a todos los bienestares que conforman el trayecto de la felicidad, el sinsentido de nuestros actos mellará la energía que nos impulsa al encuentro de la transcendencia deseada. Cuando se abandona esa búsqueda sólo queda, como una especie de consuelo, un por si acaso, el carpe diem del poeta Horacio: aprovecha cada momento como si fuera el último de tu vida. ¿Qué podemos ser para que nos llene la vida sabiendo que vamos a morir? ¿A quién adorar  que nos indique la buena dirección y nos proyecte al infinito que nos resistimos a perder? Contestar estas dos preguntas, ni es fácil ni me siento en condiciones de tener la certeza de hacerlo con acierto. Me limito a reflexionar en voz alta, subiendo el tono de un grito en el desierto inhabitado, por el que rara vez pasa alguien cerca de ti. Lo hago porque me da a la nariz que no estoy solo en este mundo con mis dudas, sino que hay muchas más personas como yo que intentan hallar sus propias respuestas.


De “Caminar a tientas”

lunes, 29 de diciembre de 2014

Cuando no se puede hablar

            Los borrachos y los niños dicen la verdad. Los borrachos porque el alcohol ha contribuido a desinhibir a la persona que lo ha consumido en exceso. Los niños porque todavía no se les ha “manipulado” lo suficiente como para decir lo políticamente correcto. Y el resto de los mortales vivimos condicionados por un montón de circunstancias. La verdad te puede dejar sin trabajo, sin compañeros de camino, sin partido, incluso sin dientes.

            Estas son algunas de las consecuencias cuando no se puede hablar. Y esta situación se da en las religiones importantes, en las democracias avanzadas, en las sociedades abiertas, en las empresas punteras, incluso en las familias mejor avenidas. ¿Y nos extrañamos que se produzcan en las sectas pseudoreligiosas, en los regímenes dictatoriales, en los sistemas sociales autoritarios o en las empresas que buscan el beneficio exclusivamente personal a costa de los demás?

            Quienes están muy interesados en que no se hable de determinados temas recurren al potente argumento disuasorio denominado miedo. Saben perfectamente que la losa de la amenaza es un arma potente que infunde temor. Pero no se limitan a reducir su arsenal disuasorio a un tipo de misil, utilizan otras estrategias para destruir al enemigo, imaginario o no, de forma radical. Por un lado muestran su patita disfrazada de cordero enseñándola por debajo de la puerta, como en el cuento, regodeándose con la autopublicidad halagadora, reducida a la exposición de sus dudosos méritos. Además ofrecen el oro y el moro a sus lameculos. Los visten con el uniforme de su ejército y les proporcionan la gorra y los galones a cambio de la obediencia ciega.

            Si al mismo tiempo se suprimen las herramientas de comunicación abierta y se infunde el pánico a ser vigilado, se habrá conseguido tapar las bocas discordantes con el régimen. Este es el resultado: un sistema que minimiza los grandes principios éticos, morales,  de libertad, de libre expresión y los reduce a la simple obediencia de lo que se ha establecido que conviene al propio régimen.


            Cuando no se puede hablar, algo se está escondiendo. Ya sabemos que el silencio se puede comprar, la razón se puede demostrar, las encuestas estadísticas se pueden cocinar, la información se puede apagar… Pero la libertad es la única energía que distingue al ser humano del resto de los seres y la dignidad su compañera inseparable. 

domingo, 28 de diciembre de 2014

Heridas abiertas

El peso de nuestro pasado suele influir de manera importante en la actitud que tomamos para afrontar la vida en el presente. Las heridas abiertas reaparecen una y otra vez cuando en tiempos pasados han sido cerradas en falso. Estas heridas recuerdan la necesidad de tomarlas en serio y administrarles el cuidado conveniente que las cure definitivamente. Algunas personas, cada vez que aflora una herida del pasado, miran hacia otro lado y niegan la fuerza que su dolor reclama. Se distraen desviando la atención con excusas recurrentes y con afirmaciones como ésta, “lo pasado, pasado está”. Creen a pies juntillas que el tiempo es el encargado de borrarlas sin más. Dichas situaciones jamás se resuelven felizmente y se dan casos de llegar hasta los estadios finales de la vida con la sensación de haber soportado un destino desgraciado del cual no se es responsable en absoluto. Algunos creen que manteniendo esas heridas abiertas, no integradas y asumidas, se puede vivir sin ningún problema cuando de hecho están impidiendo que el ser desarrolle sus potencialidades. Esto es cierto siempre y cuando no se confunda la integración con la sedación que supone mirar para otro lado. Por ejemplo, de un acto de deshonra o humillación, los agravios, las injurias recibidas, el maltrato, el escarnio, pueden haber producido una herida lo suficientemente grave  que no siempre va a ser fácil de asumir y superar.
Por estas razones las heridas vuelven a emerger de manera recurrente y sin piedad horadando lo más profundo del espíritu. 

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Nochebuena frente a Nochemala

            Esta noche es Nochebuena. Todo el mundo se felicita entre sí. Es la noche de la paz y el reencuentro con la familia y los seres queridos especialmente. Es la noche de la alegría, de la celebración. Un gran tópico asumido por la tradición para muchos, una verdad de fe para los creyentes practicantes y una copiosa cena para quienes pueden permitirse tal lujo.
            Esta noche también es Nochemala. Pero se silencia. Se calla el dolor de las ausencias familiares porque dejaron esta vida. Se aprietan los dientes cuando no se comprende que la familia se ha dividido y es imposible quedarte “exclusivamente” con los tuyos. Se hacen nervios en los preparativos de la cena del año y se derrocha sin conocimiento en regalos inventados de un papá Nosé (está bien escrito). Cuántas personas afirman con cierto pesar: ¡tengo ganas de que pasen estos días!
            Esta noche se enternece el corazón. Toca al menos una vez al año. Tal vez sea uno de los momentos que se recuerde a quienes no cenan nunca. A quienes carecen de abrigo, de casa, de familia, de cariño…Pero estas reflexiones quizás duren unos minutos. No es momento de ponerse trascendente, a cenar.

            Nochebuena o nochemala. Me quedo con la primera sin renegar de la triste realidad de la segunda. Me resisto a ceder terreno a la tristeza, al dolor, al desencuentro, a la rabia. Creo en la alegría que se contagia, en capacidad infinita de reconocer la dignidad de cualquiera de mis semejantes y en esta noche y este día. Creo en todos los tiempos que celebran el nacimiento a la vida.

lunes, 15 de diciembre de 2014

domingo, 14 de diciembre de 2014

LA ESTUPIDEZ


-¿Me acompañas, Alex?
-¿A dónde vas?
-Voy a la administración de lotería a sacar el número que compro semanalmente. Esta semana verás, me va a tocar un buen pellizco.
-Pero, ¿qué dices, abuelo? Si nunca te toca absolutamente nada.
-Hombre, hay muchos días que cobro el reintegro y no pierdo nada.
-Pero la mayoría de los días te gastas el dinero sin sentido.
-Y si un día tengo la suerte de acertar con el premio gordo, ¿qué?
-Llevas más de treinta años probando suerte. Aún a día de hoy, todavía la estás esperando. Y si te tocara, ¿qué ibas a hacer con tanto dinero?
-Pues muchas cosas.
-Por ejemplo.
-No sé.., ayudar a tus padres en los gastos importantes que tengan, compraría un buen coche, nos daríamos tú y yo algún capricho que otro… Viviría con más comodidades.
-¿Es que ahora estas descontento con la forma de vivir y crees que te falta todo lo que dices para ser feliz?
-Tampoco es eso, Alex. El dinero no hace la felicidad pero ayuda a conseguirla, es un dicho popular.
-¿Cómo ayuda a conseguir la felicidad? Porque si para conseguir la felicidad, por ejemplo, una persona que va al lugar de trabajo en autobús cuyo recorrido tarda en hacerlo treinta minutos, tiene que comprarse un coche para hacer el mismo recorrido en veinte minutos. Pero para conseguirlo necesita un préstamo del banco que le va a cobrar durante cinco años una cuota muy superior al importe del autobús. Para pagar al banco es imprescindible hacer todos los días un par de horas extraordinarias, al menos durante unos años. Ese tiempo que está en el trabajo no puede atender a sus hijos, jugar con ellos, ayudarles en los deberes, disfrutar de la familia. Después se queja de cansancio, está de mal humor, empeora las relaciones con los más cercanos, no tiene tiempo para emplearlo en lo que más feliz le hace, jugar con su hijo pequeño, porque cuando llega a casa ya está en la cama. Eso sí, va en coche a todas las partes, con el ceño fruncido, pero en coche. ¿No te parece estúpido, abuelo?
-Hombre, visto desde esa perspectiva, sí claro. Pero, por ejemplo, los fines de semana puede llevarse a su familia a visitar otras ciudades con el coche. Si no  tuviera auto los viajes no los podría hacer con tanta facilidad.
-Sí, pero lo que realmente le hace feliz es jugar con su hijo pequeño cada día. Y durante toda la semana no puede hacerlo. Sigo sin comprender las razones que justifican al dinero como la panacea de la felicidad. Quizás haya otras explicaciones que desconozco.
-No sabría qué decirte, Alex.
-Lo mismo pienso de ti. ¿Para qué quieres otro coche? Ya tienes uno que funciona y apenas utilizas. Lo sueles utilizar en ocasiones esporádicas. Casi siempre vas en el de mis  padres. Dices que ir solo por ahí no te gusta, yo creo también que te sientes algo inseguro por si te pasa algo, ya sabes que la vista no te acompaña. Aunque tuvieras de golpe mucho más dinero, ¿merecería la pena gastarlo en un coche más lujoso? También me parece estúpido. Echemos un cálculo. Te gastas unos veinte euros a la semana en loterías, al año supone alrededor de mil euros que si lo multiplicas por treinta años de juego resulta un total de unos treinta mil euros. Suficiente para comprar un buen coche. Hoy cuentas con una corazonada de que te va a tocar, es decir nada. ¿Cierto?
 -Ya, pero no sé si me entiendes.
-Puedo entender que basas tu felicidad cada semana en tener una ilusión de que supersticiosamente te toque el premio, a sabiendas de la imposibilidad de conseguirlo. Todas las semanas supongo que sentirás una frustración al ver el resultado.
            David no supo que contestar. Enseguida le vino a la cabeza la ayuda que habría recibido su nieto del Mago Mangarín. Aquel razonamiento tan consistente no era normal en una adolescente. Su amor propio había sido tocado otra vez de una forma incontestable. Recogió el mensaje en el fondo de su corazón y dejó que su contenido horadara el sentido de su vida



De “El mago Mangarín”

martes, 9 de diciembre de 2014

HOMBRES DE PALABRA


            Los hombres con entereza se caracterizan por su palabra. Pero parece que en la actualidad esa concepción ha pasado a ser una simple añoranza del pasado. Todo el mundo sabe que nuestros mayores, especialmente en los pueblos, siempre que llegaban a un acuerdo se estrechaban la mano y bastaba para adquirir el compromiso formal. No existían los formalismos escritos en contratos farragosos. Las legalidades se las pasaban por el forro. Lo importante era la palabra, palabra de hombre.

            La palabra era la garantía de que se iba a cumplir lo pactado. Por encima de todo, no se podía caer en la desvergüenza de engañar, hacer lo correcto, sin malinterpretaciones, sin dobleces y malas artes. Simplemente ser fiel a la palabra dada. Y para ello no era necesario recibir clases de política, economía, comercio, administración o leyes. La familia te enseñaba a ser buena persona. Sobre todo te educaba para no mentir. Porque la mentira era la carcoma que fagocitaba la confianza y cuando no se puede confiar en una persona, ésta ha perdido la categoría de humanidad.  

            Sin embargo, siempre se han aceptado los errores, son congénitos al ser humano. Pero con la condición de que se reconozcan. Como dijo nuestro anterior rey, Juan Carlos: “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir.” La línea recta es la distancia más corta entre dos puntos. La verdad suele ser corta, sencilla y directa. La mentira recorre sinuosos, largos y enrevesados  caminos para justificar lo injustificable, para demorar la justicia, para ocultar lo evidente. La mentira invita a urdir más mentira, al fin y al cabo, no es mas que  la consolidación de la tozudez de quien pierde lo mejor de su dignidad.


            Los hombres de palabra se ganan el respeto y todo el mundo se fía de ellos a pies juntillas. Los hombres que se equivocan recuperan el respeto cuando reconocen su error. Y los hombres que mienten a conciencia jamás encuentran amigos, porque creen que imponiendo respeto se gana el honor. En esta sociedad actual, donde predomina la carencia de valores, abunda el engaño y la corrupción, se olvidan los principios de la convivencia y se antepone el individualismo al bien común, añoro la sencillez de los hombres y mujeres de palabra.

lunes, 8 de diciembre de 2014

En su lugar

            La clase ha comenzado hace más de veinte minutos. Después de realizar la correspondiente explicación teórica sobre un tema, he dictado un ejercicio práctico y mis alumnos se han puesto manos a la obra para intentar solucionarlo. Mientras lo realizan me siento en el lugar vacío dejado por un alumno que hoy no está presente en la clase. Miro a un lado y a otro. Después fijo la mirada  en la actividad del chaval que tengo a mi derecha. Simplemente observo cómo desarrolla su ejercicio, sin mediar palabra con él.  Noto como mi alumno siente cierta intranquilidad  ante mi presencia tan cercana y, con aire de disculpa casi personal, le digo con voz bajita:

-Sigue, sigue, no quiero molestarte.
Él me echa una mirada con aparente asombro y continúa haciendo el ejercicio. El resto de sus compañeros observan por el rabillo del ojo mis movimientos y yo me hago el despistado como si no me diera cuenta de ello. Esperan algo y no saben el qué. Normalmente los profesores no se sientan en los pupitres de los alumnos y si se sientan algo irán a hacer.
Ahora, continúo mirando hacia la pared de enfrente donde se encuentra situada la tarima de la clase. Repaso lo que acababa de escribir en la pizarra unos minutos antes. Por cierto, podría haber sido un poquito más ordenado en la exposición y haber escrito el contenido con la letra más legible y sobre todo un poco más grande.

Desde aquí apenas se distingue lo que está escrito en la pizarra. Observo las cabezas y las espaldas de todos los alumnos de clase. De vez en cuando alguien se vuelve mirando hacia atrás y se produce un cruce de miradas con él, quien inmediatamente vuelve a girarse y continuar con la actividad que estaba desarrollando.
Le doy vueltas al ejercicio que les he mandado realizar. Pienso en cuanto tiempo me llevaría a mí, si yo tuviera la misma edad que ellos. Pero reconozco que la pregunta es un tanto sosa y me quedo sin hallar la respuesta. Calculo el tiempo que queda para la finalización de la clase. Noto en mis huesos los primeros síntomas de incomodidad que proporciona el horrible diseño ergonómico de la silla en la que estoy sentado y reconozco que mis alumnos pasan demasiadas horas en asientos tan incómodos. Acto seguido lo justifico con la afirmación de una falacia: son jóvenes y lo soportan todo. Sin embargo no me quedo satisfecho con la reflexión. Reconozco que se merecen explicaciones más cortas y menos rolleras. La próxima explicación intentaré hacerlo lo más ameno posible, así se olvidarán de la incomodidad en sus posaderas. Sigo enfrascado en mis reflexiones cuando un alumno las interrumpe diciendo:
-Profesor, ¿qué hacemos si hemos terminado el ejercicio?
-Eh…, bueno. Farfullo echando un ojo al resto de sus compañeros. ¿Por favor, queréis decirme quiénes habéis terminado? Levantar la mano.
Solamente dos alumnos levantan el brazo. Entonces les indico que tienen cinco minutos más para intentar acabar. Sé que a algunos no les va a dar tiempo terminar, pero tengo claro que es bueno temporalizar las tareas.
Compruebo personalmente que las cosas se ven de diferente manera desde su lugar. He llegado a una conclusión evidente y desde hoy me sentaré todos los días, aunque sólo sea durante un momento breve, al lado de algún alumno. Para estar en su lugar y mirar a la pizarra en la misma dirección que lo ven ellos. He descubierto que tiene una belleza especial contemplar la clase con la visión del alumnado. Contemplar el ruedo desde dentro de él y no desde la barrera.  Sin lugar a dudas, ver todos los días a los alumnos sentado en sus asientos me ha ayudado a aprender mucho.
De “Recetas de aula