La palabra tiene un poder
impresionante. Las palabras son la comunicación de la mente y del corazón. La fuerza de la palabra se hace cada vez más
entera si va acompañada por los hechos. La palabra puede ser fuente de
acercamiento o de separaciones. De
acercamientos, siempre y cuando se utilice para buscar la precisión del deseo
del otro. De alejamiento cuando la
pronunciación de dicha palabra se distancie del conocimiento de los
sentimientos y de las aspiraciones del receptor del mensaje.
Hoy se ha frivolizado la utilización
de la precisión del contenido de la palabra. Da igual decir una cosa que otra y
eso no es cierto. No es lo mismo “comprarse un traje negro” que “verse negro
para comprar un traje”. Pero se tiene la convicción, craso error, que luego se
puede rectificar con argumentaciones que se ajusten a lo que convenga en ese
momento para conseguir los intereses de quien ha errado en la expresión de la
palabra.
Pero también hay que decir que la
palabra tiene el valor que le corresponde, ni más ni menos. Hay quienes piensan
que la influencia es decisiva. Sin embargo, el oído se puede cerrar al antojo
de cada cual. El que quiera oír que oiga. Los sentidos como el del oído se
pueden abrir y cerrar cuando convenga: “a palabras necias oídos sordos”. Las
personas tenemos la facilidad de aislarnos de los ruidos que no queremos
escuchar y de abrirlos a los estímulos que nos interesan.
La palabra es comprometida. Se usa
para demostrar las intenciones, los deseos, las aspiraciones, los sentimientos.
El problema aparece cuando se ha dicho alguna cosa que luego se ha comprobado
su falsedad por vía de los hechos. A partir de ese momento, se genera la
llamada desconfianza. Y con ella todo se vuelve incierto, variable, dudoso,
susceptible de cambio. En resumen la falsedad se traduce en una constante de
inestabilidad. Pero si la palabra es fiable, consecuente, se genera una potencialidad tremendamente
poderosa. La palabra se convierte en el armazón de la persona.
El don de la palabra es la capacidad
de usarla en la búsqueda del bien común. Cuando se utiliza preferentemente para
la satisfacción de las necesidades o caprichos personales, la misma palabra es
un boomeran que se vuelve en contra de quien la produce. La palabra es el medio
por el que nos comunicamos con el otro, con quien entablamos una relación, un
hilo que engancha los intereses comunes.
La palabra no tiene razón de ser en la soledad, en el aislamiento. La palabra
es la base de la convivencia social. La palabra es la expresión por excelencia
del ser.
Negar la palabra, tratar de
esconderla, de taparla para que no se nombren las cosas por su nombre es una
primera tarea del dictador. Dictador es quien dicta, quien dice a los demás lo
que deben escribir, pensar, decir, para que solamente se escuche lo que sale
por su boca. Desde el punto de vista político es quien ejercita el mando en
beneficio de la minoría que le apoya. El dictador no admite otra palabra que no
sea la suya. Cree en su propia verdad
como la única posible e intenta por todos los medios negar cualquier otra
verdad que sea diferente a la suya. El dictador no admite preguntas. Y mucho menos se le puede exigir respuestas. El dictador cree en la
manipulación de las conciencias y de las consciencias. Acaba por creerse un
pequeño dios administrador del bien y del mal. Juzga con la única ley que ha
construido en su particular forma de de entender la justicia: Los que piensan
como yo les digo, están en la verdad y los que no piensan como yo, son mis
principales enemigos. Conmigo o contra mí.
Los dictadores no se dan cuentan que
se encuentran solos. No perciben la pérdida del cariño. Compran sonrisas
fingidas e imitan los gestos de cordialidad mientras sus ojos dejan entrever el
color rojizo de su ira interna. El mundo es su teatro y creen que interpretan
todos los papeles a la perfección. Se sienten escritores y actores de su gran
obra salvadora. Pero el destino y la historia
les acaban relegando al triste papel del olvido.
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