Actualmente, a fuerza de
dudar de todo, hemos caído en un exceso de relativismo y éste se ha convertido
en el dios del hombre de hoy. Su máxima se resume en “todo es relativo”. Por un
lado, las religiones son acercamientos parciales a la idea de dios y suelen
estar limitadas por un sistema de normas, creencias, dogmas, mediatizadas por
la limitada visión humana. Por otro lado, las religiones no dejan de ser un
camino para la búsqueda de ese “dios”, nombrado con diferentes significados, a
quien se puede adorar y que introduce al hombre en el terreno de lo misterioso
e inabarcable. Algunas personas suplantan al dios de las religiones por otros
dioses que, por sí mismos, todavía tienen menos consistencia y entidad, como
para asegurarnos el “bien ser” que buscamos. Se ha sustituido la religión por
la adoración a pequeños dioses que les parecen útiles para salir adelante en el
ahora del presente como son el dinero, el poder, el trabajo, la tecnología, las
vacaciones, etc.… Desde la antigüedad y quizás con mucha más fuerza, con la
entrada de la postmodernidad el hombre ha conseguido matar al Dios con
mayúscula y lo ha cambiado por un politeísmo de pequeños dioses a su servicio. Reverenciar
a un ser desconocido, inefable, misterioso, cuando no se es capaz de rebajarse
ante nada ni nadie, no está bien visto en quien presume de su ateísmo. Supone
un ejercicio de sumisión que al ciudadano normal le chirría en su concepción de
igualdad con el resto de los seres. Tiene un costo demasiado alto y susceptible
de convertirse en una traba e impedir que hagamos con nuestra vida lo que nos
apetezca. La concepción de cualquier dios que no sea el que ha sido creado por
el mismo hombre, tiene tintes de autoritarismo casposo. Es someterse al dios
que se concibe como retrógrado y totalitario.
Heredados de la mitología
griega figuran los grandes dioses conformando una jerarquía en la que el dios
Zeus se encuentra en la zona más alta de las deidades. Todos ellos sometidos a
un poderoso y agresivo padre que contempla a sus hijos como sus principales
rivales a los que hay que suprimir y engullir antes de que les arrebaten su
poder. Adorar a un dios poderoso que se alimenta en el interior mismo de los
hombres, hace que la persona se convierta en un competidor cuya carrera se
limita a tener más poder, más dinero, más influencia en la sociedad utilizando
los medios que se encuentren a su alcance para derrocar a quienes le puedan
superar en alguno de sus dominios.
Adorar en este sentido significa buscar la propia fortaleza en las
fuerzas personales intentando sobresalir sobre los demás. Si el esfuerzo no es
suficientemente potente permanecerá en el sometimiento hasta que descubra cómo
eliminar al ser superior reverenciado como modelo y paradigma de la razón de
ser de su vida. Una vez destruido el dios reverenciado se nombra poseedor del
trono conquistado y centra su preocupación en mantenerlo a costa de utilizar a
sus súbditos para beneficio personal. De la misma manera que Zeus blandirá el
rayo, su arma preferida, para destruir las cosas y a los hombres que se atrevan
a desafiar su voluntad. Es una carrera sin medida hacia el cielo de la soledad.
Cuando cree que está alcanzando sus mejores metas se encuentra con la realidad
de sus debilidades no aceptadas en ningún momento. La desconfianza le ha hecho
creer solamente en sí mismo y ese es su principal enemigo a quien no reconoce.
Y, sólo es cuestión de tiempo y de oportunidad, otro mucho más fuerte que él le
enviará al infierno del abandono.
Tal vez, después del paso
de tantos años, no hayamos avanzado tanto en el descubrimiento del dios que
merece la pena adorar. Quizás los paradigmas de religión adoptados por el
hombre no han variado demasiado en su origen.
El hombre ha creado a sus dioses y los ha sometido a sus intereses, o
bien su aspiración ha sido descubrir al único dios de su interés. En el primer
caso lo podríamos centrar en las religiones politeístas y en el segundo en las
monoteístas. Está claro que las personas no se plantean en su vida si son
monoteístas o politeístas y en función de la opción estructuran sus valores
fundamentales. Ni creo que hagan como aquel alumno de primaria en una escuela
católica en la que el profesor de religión le pregunta,
-
“¿Cuántos dioses hay?”
-A
lo que el niño le responde, “Ocho”.
-“Muy
bien, hijo mío”, y le sonríe el profesor con cierta ironía.
-“Pues
lo he dicho a ojo”, comenta el alumno sorprendido de su acierto.
La
religión ha sido y es un pilar fundamental para el ser. En el fondo del corazón
humano se desarrolla una búsqueda apasionada por engarzar la vida de alguna
manera, en el espacio y el tiempo, con el cosmos y los seres existentes en
nuestro universo. Y es el conocimiento de la muerte, como una realidad
inevitable, la que nos empuja a escoger la llave que abrirá las puertas de
nuestro destino. Desde el mismo instante que nacemos nos encaminamos hacia la
muerte. Podemos hacer como si esa evidencia no fuera con nosotros, pero ello no
impide que tarde o temprano nos enfrentemos a ella. Acercarse al encuentro de
la muerte con naturalidad ayuda a apreciar la vida con mucha más intensidad.
Desde este punto de vista
puedo entender un poco mejor el sentido de la libertad humana. La capacidad de
escoger, de elegir la belleza que me transporta en el camino de la felicidad hacia
el destino que tanto deseo. Caminar a tientas en la elección que me ofrecen las
diferentes religiones es un dilema esencial para el ser humano. Nada ni nadie
te garantiza con rotundidad que la consistencia de tu fe te transporte al
estado de máxima felicidad. Y mucho menos si se concibe la fe, en el caso de los
católicos, como aquello que nos da dios para poder entender a los curas,
expresando de forma jocosa la actitud de la gente que, sin profundizar en su
experiencia interior, bromea despectivamente del sentido de la religión.
El hombre se encuentra solo
ante su porvenir eterno. “A mis soledades voy, de mis soledades vengo,..” como
señala en su poema Lope de Vega. ¿A quién adorar, en medio de este laberinto
existencial? Y la pregunta nos sumerge de forma reiterada en la misma esencia
de la condición humana. Apunto dos respuestas posibles ante este gran dilema.
Si la religión, concebida desde el punto de vista ideológico, contribuye a que
el individuo se sienta confiado, en que de esa forma satisface sus deseos de
asirse a algo misterioso que le da fuerzas para dar lo mejor de su persona,
entiendo la opción de vida. Aunque también contemplo la posibilidad de caer en
el peligro de sacar lo peor del corazón humano en aras a cumplir unas ideas
“religiosas” que la persona orienta erróneamente. La segunda respuesta, la
oriento hacia aquellos creyentes que profesan una fe explícita, enfocada con
humildad a crecer en una humanidad en la que su dios les ayuda a conseguirlo.
Profundizar en los valores más relevantes del ser humano, reflexionando y
haciéndose consciente de su alcance, contribuye a descubrir la misteriosa
conexión entre la naturaleza humana y la existencia de la divinidad que le
transciende.
De "Caminar a tientas"