Ha
comenzado el nuevo curso. El duendecillo de lo nuevo cosquillea la curiosidad
de cualquier educador que se precie de tal. El nerviosismo de los primeros días
de clase es inevitable. ¿Qué pensarán los nuevos alumnos? ¿Qué impresión daré a
mis educandos? Casi con toda seguridad, la mayoría, se concluye con alguna
reflexión de este cariz y una respuesta, más o menos, de esta manera: “debo
entregarles lo mejor de mí”.
También
les sucede algo parecido al alumnado: “Este profesor va a conocer lo que soy
capaz de hacer, porque este curso voy a trabajar y estudiar a tope”.
Transcurren
los primeros días y casi todo se cumple, tanto por parte de los educadores que
se esfuerzan por ser los mejores, como por parte de los alumnos que intentan
llevar las tareas al día con la mayor aplicación. Poco a poco, con el paso de
los días, comienza un proceso de decadencia y abandono del interés inicial. Un
dicho popular lo expresa magníficamente: “Se empieza como un caballo cordobés y
se termina como una burra manchega”. Parece como si el tiempo se empeñara, con
cabezonería, en borrar las primeras buenas intenciones. Profesores y alumnos, a
medida que pasan los días la declaración de principios que se realizó en su
momento se va escondiendo en el baúl del olvido.
Tres actitudes claves del educador:
Una:
Es
bueno recordar “comienzos y finales” de los cursos anteriores para saber
racionalizar los comportamientos
inadecuados que se han repetido a lo largo de la trayectoria educacional. Tomar
nota de ellos y evitar reproducirlos de
nuevo. La reflexión del buen educador se
nutre con permanente lectura, profundizando en su estilo pedagógico y
recargando de serenidad su tarea educativa.
Dos:
Los
valores básicos el educador los transmite y expresa, con su saber hacer, cada
día, en cada clase, en el mismo proceso cotidiano. En ese camino se desgranan
las conductas concretas que explicitan la entrega de lo mejor y peor de la
acción educadora. La persona es una y es percibida por los demás como una
totalidad. El educador es un modelo de vida para sus educandos, en
lo bueno y en lo malo. No se puede transmitir solamente una parte de la
personalidad. El ser no se divide en pedazos. Y por tanto es imposible escoger
las partes más interesantes de la personalidad del educador y ocultar aquellas
otras que no lo son tanto. El educador se manifiesta y transmite de forma
holística y se da a conocer en su totalidad.
Tres:
Entregar
lo mejor del ser persona. Es decir, mostrar, con toda naturalidad, lo
que realmente se es. Ofrecer la sonrisa permanente que sale de corazón.
Evidenciar el rigor del trabajo y la preparación de las clases diarias. Generar
la confianza en las posibilidades de cada educando, como una forma de afianzar
su crecimiento personal. Y, sobre todo, creer con toda la fuerza del mundo, que
cada educando es único y se merece una atención
especialmente única.