Aunque vivamos en un país democrático
como es España, no estamos a salvo de la pérdida de la libertad. Quienes ostentan el poder se preocupan de mantenerlo y, si es posible, para siempre. Da
igual el color de la camiseta que lleven o la forma que tuvieron de acceder a
su situación privilegiada de gobernar o influir sobre sus semejantes. Mandar
sobre los demás, imponer la voluntad propia sobre otros, decidir lo que beneficia
individualmente frente a la colectividad del bien común, es una tentación
humana demasiado potente como para renunciar a ella cuando hay posibilidades de
ejercerla. Se llama poder.
No nos engañemos, la democracia es un
ejercicio de poder. El voto mayoritario hace que una parte de la población
imponga sus criterios sobre el resto de la sociedad. Tal vez sea la manera
menos mala de establecer unas normas de convivencia para todos. Pero en el
fondo, un sistema democrático es un sistema
de distribución del poder. Cuanto más democrático sea, menos dependerá de
una sola persona que aplique su voluntad al libre albedrío de sus apetencias
ególatras.
Por ello llamo la atención sobre la
libertad. La libertad es muy frágil y siempre hay alguien dispuesto a suprimir
aquella que es intrínseca del otro. El aserto de que mi libertad termina donde
empieza la del otro no está delimitado con nitidez. Y el poderoso siempre
traspasa los límites por sus santos bemoles. ¡Atención, atención la libertad está en peligro!
Al buen entendedor con pocas palabras
basta. ¿Quién ostenta el poder? ¿Cómo lo está ejerciendo? ¿Tú te ves más libre,
más protegido? ¿Puedes ejercer tu libertad? Las conclusiones están al alcance
de tu mano. Personalmente, me siento amenazado por lo políticamente correcto,
amordazado con mascarilla, saturado de desinformación, indefenso ante la
injusticia y engañado por los partidos políticos. Tengo la libertad alineada en
dos raíles, uno la obediencia al poder establecido y, otro, la información de
quien ostenta el poder. Y, esta vía no
es la de la libertad.
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