Mejor no pensar en los partidos.
No hay partido que represente la mayoría de mis intereses y todos los partidos
recogen algunos de ellos. Los partidos están a las órdenes de sus líderes, a
sus intereses electorales, a su conveniencia personal. Mientras prometen al
pueblo el oro, se dedican a calcular la probabilidad de conseguir sillones, puestos
estratégicos con nómina que garanticen el saneamiento económico personal y a
ser posible el de sus familiares y amigos.
El jefe del partido dice “A” y
sus partidarios, como borregos dicen “A”. Cuando me refiero a partidarios
incluyo a diputados, senadores, alcaldes, jueces, periodistas y militantes de
su cuerda. Todos a una como los de Fuente Ovejuna.
Nos hemos dado una democracia y
la estamos contaminando en lo esencial. Se supone que la democracia se basa en
la libertad de los ciudadanos, sin embargo, se está sustituyendo por el
sucedáneo de “lo políticamente correcto”. La salida más airosa ante la presión
mediática uniforme es la autocensura. Nadie osa criticar, opinar, debatir, lo
que no es políticamente correcto. Y, si se atreve, se le aplasta con todos los
medios disponibles. El silencio en los medios de comunicación o la
descalificación global.
El debate sobre las ideas se ha
sustituido por el arma de las descalificaciones. Las propuestas razonadas se
tachan con una “x” y en su lugar se pone el “argumento” izquierda o derecha. Y,
por si no ha quedado claro, aparece el sabio de turno, con su aportación lingüística
que evidencia la contundencia de la afirmación diciendo: ultraizquierda o ultraderecha.
Y zanjado el debate.
Mejor no
pensar en la relevancia que tiene el voto que depositamos en las urnas cuando
tocan elecciones. Se te ponen los pelos de punta saber de antemano que lo van a
utilizar no para mejorar la situación de las personas, sino para afianzar la
intransigencia de sus actitudes partidistas y con ello, impedir la cordura que
invita al diálogo real y a la búsqueda de consensos útiles para la mayoría de
los ciudadanos.
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