Vivir y sentir
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sábado, 20 de diciembre de 2014
lunes, 15 de diciembre de 2014
domingo, 14 de diciembre de 2014
LA ESTUPIDEZ
-¿Me acompañas, Alex?
-¿A dónde vas?
-Voy a la administración de lotería
a sacar el número que compro semanalmente. Esta semana verás, me va a tocar un buen
pellizco.
-Pero, ¿qué dices, abuelo? Si nunca
te toca absolutamente nada.
-Hombre, hay muchos días que cobro
el reintegro y no pierdo nada.
-Pero la mayoría de los días te
gastas el dinero sin sentido.
-Y si un día tengo la suerte de
acertar con el premio gordo, ¿qué?
-Llevas más de treinta años
probando suerte. Aún a día de hoy, todavía la estás esperando. Y si te tocara,
¿qué ibas a hacer con tanto dinero?
-Pues muchas cosas.
-Por ejemplo.
-No sé.., ayudar a tus padres en
los gastos importantes que tengan, compraría un buen coche, nos daríamos tú y
yo algún capricho que otro… Viviría con más comodidades.
-¿Es que ahora estas descontento
con la forma de vivir y crees que te falta todo lo que dices para ser feliz?
-Tampoco es eso, Alex. El dinero no
hace la felicidad pero ayuda a conseguirla, es un dicho popular.
-¿Cómo ayuda a conseguir la
felicidad? Porque si para conseguir la felicidad, por ejemplo, una persona que
va al lugar de trabajo en autobús cuyo recorrido tarda en hacerlo treinta
minutos, tiene que comprarse un coche para hacer el mismo recorrido en veinte
minutos. Pero para conseguirlo necesita un préstamo del banco que le va a
cobrar durante cinco años una cuota muy superior al importe del autobús. Para
pagar al banco es imprescindible hacer todos los días un par de horas
extraordinarias, al menos durante unos años. Ese tiempo que está en el trabajo
no puede atender a sus hijos, jugar con ellos, ayudarles en los deberes,
disfrutar de la familia. Después se queja de cansancio, está de mal humor,
empeora las relaciones con los más cercanos, no tiene tiempo para emplearlo en
lo que más feliz le hace, jugar con su hijo pequeño, porque cuando llega a casa
ya está en la cama. Eso sí, va en coche a todas las partes, con el ceño
fruncido, pero en coche. ¿No te parece estúpido, abuelo?
-Hombre, visto desde esa
perspectiva, sí claro. Pero, por ejemplo, los fines de semana puede llevarse a
su familia a visitar otras ciudades con el coche. Si no tuviera auto los viajes no los podría hacer
con tanta facilidad.
-Sí, pero lo que realmente le hace
feliz es jugar con su hijo pequeño cada día. Y durante toda la semana no puede
hacerlo. Sigo sin comprender las razones que justifican al dinero como la
panacea de la felicidad. Quizás haya otras explicaciones que desconozco.
-No sabría qué decirte, Alex.
-Lo mismo pienso de ti. ¿Para qué
quieres otro coche? Ya tienes uno que funciona y apenas utilizas. Lo sueles
utilizar en ocasiones esporádicas. Casi siempre vas en el de mis padres. Dices que ir solo por ahí no te gusta,
yo creo también que te sientes algo inseguro por si te pasa algo, ya sabes que
la vista no te acompaña. Aunque tuvieras de golpe mucho más dinero, ¿merecería
la pena gastarlo en un coche más lujoso? También me parece estúpido. Echemos un
cálculo. Te gastas unos veinte euros a la semana en loterías, al año supone
alrededor de mil euros que si lo multiplicas por treinta años de juego resulta
un total de unos treinta mil euros. Suficiente para comprar un buen coche. Hoy
cuentas con una corazonada de que te va a tocar, es decir nada. ¿Cierto?
-Ya, pero no sé si me entiendes.
-Puedo entender que basas tu
felicidad cada semana en tener una ilusión de que supersticiosamente te toque
el premio, a sabiendas de la imposibilidad de conseguirlo. Todas las semanas
supongo que sentirás una frustración al ver el resultado.
David
no supo que contestar. Enseguida le vino a la cabeza la ayuda que habría
recibido su nieto del Mago Mangarín. Aquel razonamiento tan consistente no era
normal en una adolescente. Su amor propio había sido tocado otra vez de una
forma incontestable. Recogió el mensaje en el fondo de su corazón y dejó que su
contenido horadara el sentido de su vida.
De “El mago
Mangarín”
martes, 9 de diciembre de 2014
HOMBRES DE PALABRA
Los hombres
con entereza se caracterizan por su palabra. Pero parece que en la actualidad
esa concepción ha pasado a ser una simple añoranza del pasado. Todo el mundo
sabe que nuestros mayores, especialmente en los pueblos, siempre que llegaban a
un acuerdo se estrechaban la mano y bastaba para adquirir el compromiso formal.
No existían los formalismos escritos en contratos farragosos. Las legalidades
se las pasaban por el forro. Lo importante era la palabra, palabra de hombre.
La palabra
era la garantía de que se iba a cumplir lo pactado. Por encima de todo, no se
podía caer en la desvergüenza de engañar, hacer lo correcto, sin malinterpretaciones,
sin dobleces y malas artes. Simplemente ser fiel a la palabra dada. Y para ello
no era necesario recibir clases de política, economía, comercio, administración
o leyes. La familia te enseñaba a ser buena persona. Sobre todo te educaba para
no mentir. Porque la mentira era la carcoma que fagocitaba la confianza y
cuando no se puede confiar en una persona, ésta ha perdido la categoría de
humanidad.
Sin embargo,
siempre se han aceptado los errores, son congénitos al ser humano. Pero con la
condición de que se reconozcan. Como dijo nuestro anterior rey, Juan Carlos: “Lo
siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir.” La línea recta es la
distancia más corta entre dos puntos. La verdad suele ser corta, sencilla y
directa. La mentira recorre sinuosos, largos y enrevesados caminos para justificar lo injustificable,
para demorar la justicia, para ocultar lo evidente. La mentira invita a urdir
más mentira, al fin y al cabo, no es mas que la consolidación de la tozudez de quien pierde
lo mejor de su dignidad.
Los hombres
de palabra se ganan el respeto y todo el mundo se fía de ellos a pies
juntillas. Los hombres que se equivocan recuperan el respeto cuando reconocen
su error. Y los hombres que mienten a conciencia jamás encuentran amigos,
porque creen que imponiendo respeto se gana el honor. En esta sociedad actual,
donde predomina la carencia de valores, abunda el engaño y la corrupción, se
olvidan los principios de la convivencia y se antepone el individualismo al bien
común, añoro la sencillez de los hombres y mujeres de palabra.
lunes, 8 de diciembre de 2014
En su lugar
La clase ha comenzado hace más de veinte minutos. Después de realizar la correspondiente explicación teórica sobre un tema, he dictado un ejercicio práctico y mis alumnos se han puesto manos a la obra para intentar solucionarlo. Mientras lo realizan me siento en el lugar vacío dejado por un alumno que hoy no está presente en la clase. Miro a un lado y a otro. Después fijo la mirada en la actividad del chaval que tengo a mi derecha. Simplemente observo cómo desarrolla su ejercicio, sin mediar palabra con él. Noto como mi alumno siente cierta intranquilidad ante mi presencia tan cercana y, con aire de disculpa casi personal, le digo con voz bajita:
-Sigue,
sigue, no quiero molestarte.
Él me echa una mirada con aparente
asombro y continúa haciendo el ejercicio. El resto de sus compañeros observan
por el rabillo del ojo mis movimientos y yo me hago el despistado como si no me
diera cuenta de ello. Esperan algo y no saben el qué. Normalmente los
profesores no se sientan en los pupitres de los alumnos y si se sientan algo
irán a hacer.
Ahora, continúo mirando hacia la pared
de enfrente donde se encuentra situada la tarima de la clase. Repaso lo que
acababa de escribir en la pizarra unos minutos antes. Por cierto, podría haber
sido un poquito más ordenado en la exposición y haber escrito el contenido con
la letra más legible y sobre todo un poco más grande.
Desde aquí apenas se distingue lo que
está escrito en la pizarra. Observo las cabezas y las espaldas de todos los
alumnos de clase. De vez en cuando alguien se vuelve mirando hacia atrás y se
produce un cruce de miradas con él, quien inmediatamente vuelve a girarse y
continuar con la actividad que estaba desarrollando.
Le doy vueltas al ejercicio que les he
mandado realizar. Pienso en cuanto tiempo me llevaría a mí, si yo tuviera la
misma edad que ellos. Pero reconozco que la pregunta es un tanto sosa y me
quedo sin hallar la respuesta. Calculo el tiempo que queda para la finalización
de la clase. Noto en mis huesos los primeros síntomas de incomodidad que
proporciona el horrible diseño ergonómico de la silla en la que estoy sentado y
reconozco que mis alumnos pasan demasiadas horas en asientos tan incómodos.
Acto seguido lo justifico con la afirmación de una falacia: son jóvenes y lo
soportan todo. Sin embargo no me quedo satisfecho con la reflexión. Reconozco
que se merecen explicaciones más cortas y menos rolleras. La próxima
explicación intentaré hacerlo lo más ameno posible, así se olvidarán de la
incomodidad en sus posaderas. Sigo enfrascado en mis reflexiones cuando un
alumno las interrumpe diciendo:
-Profesor,
¿qué hacemos si hemos terminado el ejercicio?
-Eh…,
bueno. Farfullo echando un ojo al resto de sus compañeros. ¿Por favor, queréis
decirme quiénes habéis terminado? Levantar la mano.
Solamente
dos alumnos levantan el brazo. Entonces les indico que tienen cinco minutos más
para intentar acabar. Sé que a algunos no les va a dar tiempo terminar, pero
tengo claro que es bueno temporalizar las tareas.
Compruebo personalmente que las cosas
se ven de diferente manera desde su lugar. He llegado a una conclusión evidente
y desde hoy me sentaré todos los días, aunque sólo sea durante un momento breve,
al lado de algún alumno. Para estar en su lugar y mirar a la pizarra en la misma
dirección que lo ven ellos. He descubierto que tiene una belleza especial
contemplar la clase con la visión del alumnado. Contemplar el ruedo desde
dentro de él y no desde la barrera. Sin
lugar a dudas, ver todos los días a los alumnos sentado en sus asientos me ha
ayudado a aprender mucho.
De “Recetas de aula”
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