Esperar que mañana irá mejor es
un deseo natural de la persona. Pero se necesita diferenciar entre deseo y
realidad. El deseo invita al crecimiento y la realidad limita la dimensión,
cualquiera que sea. Cuando la realidad es contrastada repetitivamente, el deseo
puede quedarse en pura fantasía que desemboca en frustración.
Ejemplo: Deseo correr la maratón que se ha organizado en la
ciudad. Necesito un plan de preparación física anterior a la carrera. En
tiempos pasados fui capaz de llegar a la meta. Ahora no me importa tardar un
poco más. Tengo 85 años. El deseo de realizar la maratón quizás me empuje a
realizar más ejercicio físico que lo que hago habitualmente como es caminar
unos 200 metros. Es decir que invita a la superación, a incrementar unos metros
más mi paseo diario.
Confundir el deseo con la
realidad puede producir frustración, seguro. Aceptar la realidad, 85 años. Es
aceptar las pasividades de disminución. ¿Para qué ir al médico a que me quiten
la artrosis que soporto desde hace 20
años y así pueda correr unos kilómetros? Es más sencillo asumir la realidad que
pelear con la frustración.
Integrar la superación y el éxito
en nuestras vidas se lleva muy bien, es satisfactorio, enorgullece, humaniza. Asumir
el decrecimiento, el fracaso tiende a rechazarse de plano, es insatisfactorio,
produce tristeza, se suele esconder para que nadie se entere y se dé cuenta.
¿Acaso no es también un
distintivo revelador e innato del ser humano? ¿Por qué se tiende a deshumanizar
el decrecimiento?
Theilard de Chardin insinuaba en su libro El medio divino la
importancia de encontrar un sentido a esas pasividades de disminución. El dolor
es la percepción vital de nuestro “menos-ser”, cuando éste se agrava, o se
alarga. Quizás así podamos comprender mejor
el misterio de la propia razón de vivir.
Rafa Roldán