Cada día tiene
su propio afán. A cada hora le sobran cincuenta y nueve minutos y a cada minuto
le basta un segundo para decidir si dejas de respirar. No es broma. El límite
entre la vida y la muerte es muy pequeño. Por tanto disponemos de un segundo
para enfocar nuestro objetivo final y todo un presente para llevarlo a cabo.
Es verdad que
la historia de nuestro pasado, más o menos largo, ha dejado una huella en
nosotros que suena a eternidad. Cada año que se añade a nuestra fecha de nacimiento
nos relaja y nos emboba. Abrimos la carta de nuestro futuro y nos dedicamos a
esbozar planes. Cada uno de ellos nos los tomamos muy en serio. Por momentos
nos creemos dioses y señores de todo. ¡Allá nosotros mismos!
Basta
tropezarnos con el conocimiento de que un conocido, un vecino, un familiar o
cualquier persona cercana hayan adquirido una enfermedad incurable o nos hayan
dejado para siempre y es en esos momentos cuando reflexionamos un poco más a fondo.
En el mejor de los casos, y como no nos ha tocado directamente a nosotros,
concluimos que la vida es así y a otra cosa mariposa. En el peor de los casos, cuando
uno es el protagonista de la desgracia, la cosa cambia radicalmente. Pensamos que
la vida no tiene que ser así. El mundo se detiene o debería hacerlo para
prestarnos la máxima atención.
A partir de la
consciencia de ese crucial segundo, todo cambia radicalmente. Nos enfrentamos al
objetivo fundamental de nuestra existencia. Nadie nos va definir nada. Somos
nosotros mismos los únicos capaces de encontrar la respuesta a una infinita
sucesión de preguntas. Muchas de ellas ya las conocíamos teóricamente y en su
momento decidimos posponerlas. Otras son totalmente nuevas y quizás jamás
encontremos una aproximación tranquilizadora.
Jamás se me ocurriría
insinuar qué se debe hacer. Solo sé que esta situación es inevitable y que cada
uno la afronta como mejor puede. Y he aprendido que la serenidad como actitud personal
favorece la paz y el encuentro con uno mismo.
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