Unos pasos, apenas perceptibles,
remueven pequeños guijarros en el camino al cementerio. Zapatos de charol.
Calcetines de puntillas, blancos también, como la clara luna y el vestido de
comunión que la envolvía. El cabello sobre sus delicados hombros femeninos,
ensortijado en bucles de oro y arcanos deseos. El sendero del castillo de
Trasmoz se había borrado con el olor del tomillo y el aliento del Moncayo.
Gustavo, el poeta romántico, sentado. Con
una mano sostiene el contador de las horas, de los días y de las eternas
esperas sin nombre. En la otra, esas cartas inéditas que un día leerán tantos
ojos ávidos de la belleza. La mirada reposada, en lontananza, fantaseando con
el silencio monacal del monasterio de Veruela. Envuelto en su capa, amiga de
inviernos y senderos, nota una presencia a sus espaldas. Una mano gélida toca
su hombro y el escalofrío hace crujir los cimientos de la fortaleza.
Vibraciones que llegaban al mismísimo nigromante que la construyó.
-No temas amigo. He bajado de la
ardiente luz clara, para sentarme a tu lado, y soñar, en este espacio maldito
para creyentes, en esta bruma esotérica de brujas y embrujos, de queimadas y
locura, de placer y poesía.
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