Vivimos en unos tiempos y en unas
circunstancias en las que no te puedes fiar de casi nada y de casi nadie. La
palabra no es precisamente garantía de que lo acordado se vaya a cumplir. Se
exigen la mayoría de los contratos por escrito. Y, pese a ello, ya se encargan
los letrados de buscar las rendijas que existen en la justicia, para tratar de
evitar lo correcto y aceptar lo legal como la prioridad del contrato. Porque
correcto y legal no siempre coinciden.
Al adquirir cualquier producto se suelen especificar los
diferentes elementos que lo componen, o las especificaciones técnicas,
sanitarias, etc., a tener en cuenta. Si
por el motivo que fuere no reúne tales informaciones el cliente tiene derecho a
que se lo cambien por otro en perfectas condiciones o le devuelvan el importe
íntegro. Normalmente existe una costumbre de revisar a fondo dicho producto y
en el caso de disconformidad se actúa en consecuencia.
De igual manera sucede en los
contratos de servicios. Ya sea un
servicio de reparación del automóvil, la reforma de la cocina o la estancia de
un fin de semana en un hotel. Se da la circunstancia bastante habitual de que
cuando ha finalizado la actuación del servicio el cliente revisa a fondo si ha
sido correcto. Y más vale que haya sido así, porque de lo contrario se suele
realizar una reclamación o lo que vulgarmente se denomina “montar un pollo”,
que resuene en los confines del universo.
Si se vota a un partido político, se supone que votas
un programa en el que te ha mostrado las principales actuaciones que va
ejercer, tanto si gobierna como si está en la oposición. El contrato firmado
mediante el voto es ese y si no se cumple, el votante dejará de votar a ese
partido. El problema es que hay que esperar cuatro años para dejar de votar al
partido que no cumple con sus promesas. O el problema es que se vota sin
conocimiento real de los objetivos del partido al que se vota.
La evidencia de la realidad es
terca. No te puedes fiar.
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