No
hay persona más peligrosa que aquella que se siente como la única que puede
salvar a otra. No hay nada más inhumano
que considerar a los demás inferiores a uno mismo. En el fondo late la principal actitud de un dictador:
imponer a sus semejantes la propia voluntad. El mesías de turno aparece ante la
sociedad como el absoluto bienhechor. Se rodea con su bandera y, con una
confianza desmedida, aplica sus
criterios subjetivos, con la fuerza de todos los medios que dispone a su
alcance.
La autoproclamación de
salvador le confiere la seguridad de creerse sus propias mentiras y, desde esa
atalaya, contempla cómo todo el mundo se equivoca y camina en sentido contrario
al suyo. Su “razón” le acompaña y es su mejor consejera. La soledad se
convierte en su amiga preferida y, los razonamientos maquiavélicos, en tratados
de lectura a consultar en su mesilla de noche.
No se le puede
cuestionar absolutamente nada, porque poner en tela de juicio sus actuaciones
es un delito en sí mismo. Los dictadores sólo admiten la sumisión incondicional.
Sus argumentos se basan en la amenaza de una destrucción generalizada que,
gracias a su intervención casi divina, no se va a producir mientras ellos
graviten en el cielo. A ellos todo honor y toda gloria. Amén.
Esta es la esclavitud
no reconocida del siglo XXI: adorar al salvador de turno. Dejar hacer, pensar
que ya vendrán mejores tiempos. Delegar en los “mesías” la voluntad propia y
así se evitan los errores personales. Consentir a los dictadores que ejerzan su
voluntad. Así se escurre por los dedos de las manos la capacidad de construir
un mundo más humano y diverso. Donde la justicia no se administre en función del
nombre de pila y la ética junto con la corresponsabilidad rijan los
comportamientos de las personas.
Sustentar a estos dictadores
es responsabilidad de todos, especialmente de los jefes y jefecillos, a quienes
el dictador de turno, ha puesto una gorra y se creen los amos del mundo. Estos subalternos prefieren usar la lengua
para lamer el culo al inmediato superior y mantener su status que activarla
para pronunciar la verdad, donde haga falta. Están muy atentos a la voz de su
amo y agarrados a un clavo ardiente para no perder las migajas de privilegio que
les echa su mesías. Son capaces de
acomodar los principios y valores éticos a las exigencias del dictador, con tal
de no perder la gorra o el puesto. Y además, dispuestos si fuera necesario, a
convertirse en verdugos injustos de sus semejantes. Son auténticos déspotas con
sus subalternos y alfombras de oro para su mesías.
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