Oí un estruendoso
portazo en el pasillo. Era la puerta de entrada que se había cerrado con toda la fuerza del mundo.
Todo mi cuerpo se puso en alerta y mi corazón comenzó a bombear sangre como
para mantener a un elefante vivo. Las 3
de la madrugada, el despertador iluminaba los tres números rojos formados por
diodos electroluminiscentes, 3:17. Me desperté de un sobresalto. No era la
primera vez que mi padre hacia su entrada en casa de esta manera. El miedo se
apoderó de mí en un microsegundo. Mis oídos abrieron sus compuertas de par en
par intentando captar cada sonido. Percibí el chasquido del interruptor. Clip.
La ranura debajo de mi puerta se iluminó en color amarillo. Un trompicón aliado
a una patada, volcó el paragüero y salieron disparados los paraguas por el
pasillo.
-Joder, esta mierda siempre en medio,
gritó mi padre con la lengua enredada en el paladar.
Mi madre encendió la luz de su
dormitorio y mandó silencio con un siseo imperativo.
-Vas a despertar a los niños. ¡Calla!
Por favor, te lo pido.
-Cállate tú. ¡Siempre mandando! ¡Pesada!
-Por favor, no hagas ruido. Ellos no
tienen la culpa de nada.
Ahora, las palabras de mi madre se
habían tornado suplicantes y cargadas de paciencia. Mi hermana rompió a llorar.
La puerta de su habitación daba al pasillo y estaba abierta. A pesar de tener
un sueño muy profundo, fue tal la potente voz y la algarabía montada por mi padre
que toda la casa pasó en un instante al estado de vigilia. Mamá acompañaba a mi
padre allá por donde iba. Abría el frigorífico buscando algo que ni él mismo
sabía.
-¿Dónde has escondido las cosas,
desgraciada?
-Anda vete a la cama y descansa. Le
contestaba mi madre.
-¡Me iré cuando me salga de los
cojones! ¡Déjame en paz!
-Antonio, por favor, deja de gritar.
Estás llamando la atención de los vecinos. Por favor…
Tomado del libro: "Sin techo y de cartón"
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