Sólo quedaban unos metros para llegar al
dintel de la puerta, pero el sonido de aquellos pasos sonaba con más fuerza que
nunca. No quería volver la cara. Si lo hacía, podría encontrarse con un
seguidor desconocido. El corazón le latía con más frecuencia. En su pecho
apareció un leve dolor que le oprimía fuertemente. Tal vez fuera el aviso de un
acontecimiento trágico. El rostro rociado en sudor. La frente destilaba un salitre que escurría
hasta desembocar en la cuenca de los ojos. No podía ver con nitidez más allá de
un palmo de sus narices.
-Tengo que llegar. Como sea. –La mente le estaba envolviendo en una maraña
confusa de pensamientos. No podía desenredar tanta confusión interior.
La calle desierta. Automóviles aparcados
junto a las aceras. Todos con las luces apagadas. Al fondo de la avenida un
semáforo intermitente se erigía como el único testigo de vida en medio de la
noche. Una espesa niebla cubría los tejados y el frío invernal era un
cómplice perfecto para acelerar el paso.
-¡Eh! –Percibió el sonido de esta
palabra. Activó como un resorte su sistema nervioso y las piernas comenzaron a
temblar en una flojera incontrolable. No quería volver su mirada, sólo quería
alcanzar la cancela de su casa y cerrar la puerta tras de sí ante el amenazante
peligro. Microsegundos después de oír esta palabra sintió en su hombro derecho
el roce de unos delicados dedos. Un escalofrió resquebrajó todo su cuerpo y se rompió, como un cristal, en mil pedazos
irracionales.
-¡Noooo! –Gritó sin control. El chillido estridente quedó suspendido en las sombras de la noche. Giró su cabeza encharcada en adrenalina.
Nada, nadie.
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