Vivimos en un mundo donde lo
importante es ser conocido. Ya sea como idiota o como listo. Da igual. “No soy nadie” es la para los mindundis,
para quienes se consideran una mierdecilla. Hemos venido a este mundo para
destacar ante nuestros congéneres, ¡qué pena! Destacar en el vestido, en la
altura, en el color, en el dinero, en el coche, en la casa, en las propiedades,
en los números que se manejan en los
bancos.
Las redes sociales son el reflejo
de ello. A la caza de muchos k (miles) de “me gusta”. Cuantos más, mejor. Hay
que sacar la lengua ante la cámara web, pues se saca. Así los internautas pulsan un + a la “gracieta”
de turno. Meterse una salchicha por la nariz, reírse del tropezón de un
viandante o hacerse un selfie comiendo un chuletón de dos kilos, mola. Foto,
video o streaming. Hay que facilitar al espectador que no lea ni una sola
palabra. No vaya a ser que le robe al intelecto el poco serrín que permanece
activo en el cerebro, o lo que quede de él.
Que hablen de ti. Para bien o
para mal. Lo interesante es no ser ignorado. Que corra la estupidez en las
redes como la pólvora. Que se retuitee la sandez a todos los rincones del
planeta. Los “influencers” (actuales generadores de pensamiento, tendencias y
cultura en las redes sociales) son reverenciados por los adictos al móvil,
quienes entrenan a diario a su dedo pulgar hasta alcanzar las más de quinientas
pulsaciones por minuto. Ahí están sus “followers” repitiendo, como loritos las
chorradas del instante efímero de la moda.
El pensamiento crítico, la
reflexión, la lectura a fondo de los contenidos, el amor a la sabiduría que
ejercían con tanta maestría los filósofos clásicos son cosas para “aburridos” y
“plastas” y “carcas”. ¡Así nos va, claro!